Por: César Colmenares, director de www.casanarehoy.com
El reciente atentado contra el senador y precandidato presidencial del Centro Democrático ha vuelto a sacudir la frágil relación entre los actores políticos de Colombia. En lugar de un llamado colectivo a la sensatez y la unidad frente a la violencia, lo que siguió fue un nuevo episodio de la polarización que tanto daño le hace a la democracia: sectores de oposición responsabilizaron de inmediato al presidente Gustavo Petro por “sembrar odio” con su retórica.
No es la primera vez que esto ocurre. Cada vez que se produce un hecho violento, se recicla el argumento de que el presidente alimenta un ambiente hostil con su forma de hablar. Sin embargo, hay una peligrosa omisión en esa narrativa: los mismos sectores que acusan al jefe de Estado han construido y sostenido, desde hace años, un discurso igualmente agresivo, descalificador y hostil.
El Presidente es, con frecuencia, llamado “guerrillero”, “dictador”, “asesino”, “drogadicto”, “homosexual” –como si esta última fuera una ofensa–, y otras etiquetas que no buscan construir argumentos, sino degradar su humanidad. En redes sociales, medios y el Congreso, el tono no es precisamente el de la deliberación democrática, sino el del linchamiento permanente.

Y sí: Gustavo Petro tampoco ha sido asertivo en muchas de sus reacciones. Provoca, confronta, insiste en el choque de visiones. Pero no se puede exigirle a él lo que no se están dispuestos a aplicar como norma general. No se le puede pedir prudencia desde la injuria, ni respeto desde la burla. Mucho menos se puede construir democracia a punta de bloqueos legislativos sistemáticos, como ocurre hoy con las reformas sociales y económicas que el Congreso ha paralizado por intereses políticos, no siempre confesables.
El papel de los medios de comunicación tradicionales tampoco queda exento. Muchos de ellos, tras exigir que se “desescalen los discursos”, ofrecen en sus micrófonos espacio casi exclusivo a voceros de la oposición que siguen usando un lenguaje incendiario. Hay una contradicción estructural en condenar la violencia verbal mientras se amplifican las voces que la promueven, ya sea por afinidad ideológica o por rating.

El atentado al senador del Centro Democrático debe investigarse con toda la rigurosidad del caso. La condena a la violencia debe ser unánime. Pero también debe serlo el rechazo al uso del lenguaje como arma de guerra política. No podemos seguir normalizando la idea de que solo el Presidente debe moderarse, mientras los demás actores se sienten habilitados para disparar desde el discurso.
Colombia necesita con urgencia un nuevo pacto político que no sea solo electoral, sino ético. Uno donde la palabra no se use para destruir, sino para disentir con respeto. Donde la crítica no se convierta en calumnia, y donde el desacuerdo no sea una licencia para deshumanizar al adversario. Porque si el lenguaje sigue siendo trinchera, lo que nos espera es más violencia, más intolerancia y, tal vez, más muertos.